miércoles, 27 de febrero de 2013


El otro día me di vuelta y lo vi. De nuevo.

No entiendo qué quiere, se lo pregunté varias veces. Me sigue para todos lados.
Cuando está sentado, se acomoda en su lugar con esas finas y cónicas patas estiradas y me mira atentamente.

No se si llamarme afortunada o no, pero siento que nunca va a abandonarme. Algo así como un guardián.
Un amigo incondicional.

El Perro Oscuro.
Noté algo muy curioso. El Perro Oscuro se presentó en todo su esplendor cuando me di cuenta de que no soy una persona del todo buena. Descubrí un día mi neutralidad con el mundo. Descubrí en carne propia los sentimientos adultos que sofocan a los que me rodean. Pude sentir cómo el filo desdeñoso del desamor me rebanaba la garganta.
Y ahí, en medio de esa oscuridad, surgió una figura alargada, desgarbada pero orgullosa. Asomando su cabeza como un niño recién nacido asoma la cabeza entre los órganos de una madre agonizante.

No lo vi, pero lo sentí. Y sentí, que nunca se iría y lloré.

Porque sabía que eso que había evitado durante tanto tiempo, por fin había llegado.

Me sentía pura, intocable. Hasta que ya no lo fui. Y descubrí lo embelesadoras y embrigantes que eran esas sensaciones negativas.

Sentirme un monstruo y hacer sufrir me daba vigor. Antes de cada ataque, un shock de adrenalina corría por mi cuerpo y sabía que ya no era yo.