jueves, 26 de julio de 2012

Gina

Te esperé tanto...- Dijo Vincenzo, cuando agarró a la tierna criatura que acababa de abandonar la tranquilidad del vientre materno; los gritos de las madres en trabajo de parto, los llantos de los niños recién nacidos, e incluso el mismo sonido de los familiares felicitándolo desde afuera, no perturbaron esa burbuja en la que se encontraba ahora el orgulloso padre, que sostenía con miedo y forzada delicadeza, a su recién llegada hija.
-...mi Princesa.-
Las últimas palabras, hicieron que la beba abra sus ojos.
Para él, era una imágen surreal: todo alrededor suyo era inquietud, gritos, idas y venidas, pero de repente bajaba la mirada, y en sus manos, como si fuera la respuesta a todo lo que alguna vez había deseado, estaba su única hija mujer, mirándolo como si nada más existiera a su alrededor y sintió cómo su peso se perdía en el espacio. Su princesa ahora realmente existía y no era más que pureza y quietud lo que le regalaba.

Vincenzo ese día, fue el orgulloso padre de cinco hijos y una princesa.

Diego, Dante, Eloy, Yann y Olivier, miraban desde el otro lado del vidrio cómo su padre se deshacía en lágrimas y cómo su madre, Adrienne, se impacientaba cada vez más por tener a su hija en brazos.
Obviamente, ella sabía que el sueño de su marido era tener una hija, pero no era justo que primero se la dieran al padre y después a ella...

Diego, el mayor de doce años, le dijo a Dante - De repente me siento como una Beta de lo que siempre quisieron...-


La princesa fue recibida con alegría. Innumerables regalos recibió, a pesar de nacer en una familia en la que lo que sobraba era el dinero.

Fue tapa de revistas y diarios, aunque sus padres se tomaron el trabajo de mantener a los paparazzis alejados de su vida todo lo que les fuera posible.

Y así, la paz retornó canónicamente. De Gina, nada más se vio ni se supo en revistas, ni diarios.


Adrienne dedicaba mucho de su tiempo a la bebé, y un lazo entre una madre y un hijo no se puede explicar. Hay cosas que sólo una madre puede notar.
Y ciertamente, había algo raro con la bebé.

Jamás miraba a los ojos. A nadie. Perdía la mirada constantemente a su alrededor y a veces los giraba en círculos incontables veces como si estuviera teniendo algún problema en los oídos.

Podría ser un problema menor, por eso le hicieron controles y todos los especialistas dijeron que con el tiempo eso pasaría, que es común en muchos bebés, pero si continuaba al año o dos, debían volver a consultar.

Nadie encontró nada inusual, pero ciertamente el problema estaba ahí. Y no flaqueó.

A los tres surgió otra contrariedad. Parecía estar totalmente en su mundo y no sabía ninguna palabra.
Su madre estaba desesperada y temía que su hija tuviera algún problema cerebral.

El doctor finalmente les comunicó que su hija era autista y necesitaba ayuda lo antes posible para revertir lo más posible su condición. Les entregó un papel, con una dirección a donde podían ir a consultar por una niñera con especialidad en niños autistas.

Estas mujeres suelen estar gran parte de la semana ocupándose del niño y proporcionándole ejercicios mentales, físicos y emocionales que ayudan a su pronta mejora.

Adrienne se sintió horrible. Creía que todo eso era su culpa.
Creía que había hecho todo mal, a pesar de haber criado anteriormente a cinco hijos, que eran un ejemplo de educación y buena voluntad.

Vincenzo estaba desconsolado. De repente, ese mundo que había creado con su princesa, empezaba a oxidarse.


Gina estuvo con su niñera dos años.

Dos años en los que la niñera anotaba mejoras mínimas e insignificantes para los padres, que prentendían que al mes de tratamiento, ya los reconozca.

Lo que las anotaciones decían, era que Gina poseía un comportamiento transgresor y violento con sus padres: gritaba, corría, se escondía por horas, escupía, golpeaba y rompía cosas a propósito.
Ninguno de los dos alguna vez le levantó la mano, porque estaban totalmente en contra de ese tipo de crianza, pero los gritos y reprimendas estaban a la orden del día. Al menos las pocas horas que la veían y los domingos durante todo el día.

Con sus hermanos era una persona totalmente diferente. La integraban en los juegos, a pesar de que ella siempre terminaba jugando a algo diferente en su cabeza.
Dante, Yann y Eloy (los menores) la habían aceptado particularmente más que los dos mayores, que casi ya no estaban en la casa.

Con respecto a las actividades del tratamiento, las realizaba rápida y prácticamente sin detenerse demasiado.
Pero, no pronunciaba palabra aún.
Todo lo que estaba fuera de su alcance era una oportunidad perfecta para obligarla a pronunciar la palabra y así recompenzarla por su nuevo logro.

El niño autista común, gritaría o buscaría a otro para que le alcance lo que quiere, o simplemente intentaría pronunciar la palabra.

Pero Gina señalaba, la niñera daba la negativa, y tras unos segundos, la niña se ponía de pie y buscaba cómo llegar al elemento sin ayuda.

Según la niñera, era mucho más inteligente de que lo parecía y las evaluaciones que le había presentado, eran trámites para la niña, o intromisiones entre juego y juego, que se las sacaba de encima lo antes posible.


Cierto día, mientras revisaba los resultados de un ejercicio, escuchó que Gina hablaba.

O mejor dicho, balbuceaba.

Se puso de pie y sigilosamente buscó a la niña.

Pero casi se muere de un infarto cuando vio que Gina extendía su mano hacia un tomacorriente, descalza y empapada.

Corrió y la alejó con una agilidad de la que no parecía dueña y la retó por primera vez en dos años.

Le gritó como pensó que no era capaz y Gina, sin mirarla, lloró sin hacer ni un solo ruido. Ni quejido.

La cara se le arrugaba de tristeza y vergüenza mientras las lágrimas caían en gotas largas e ininterrumpidas.
Había decepcionado a su mejor amiga y ahora ella se iba a ir. Como papá y mamá.

Las luces parpadearon. Tres lámparas reventaron. Los gritos de los niños arriba empezaron a sonar junto con los pasos rápidos sobre la alfombra de la escalera.

La niñera la miró perpleja y no supo qué hacer. Jamás la había visto llorar y lo único que hizo fue abrazarla.

La contuvo contra su pecho, mientras le acariciaba la cabeza. Las mesas saltaban a la vez.

La casa resonó como si un ejército de soldados estubiera marchando.

-Tranquilizate, no me voy a ir. No estoy enojada.- dijo la niñera con voz dulce.- Yo siempre voy a estar en casa.-

La marcha se detuvo. Las luces se apaciguaron.

-¡Miren!- Gritó Yann señalándo un jarrón, que se suspendía en el aire como si no hubiera gravedad.

Pero el jarrón, fue el primero de todos los adornos que empezaron a levitar. Las cortinas, los cuadros, las mesas, las alfombras y todo a la vista estaba flotando, como si le hubieran quitado a Gina un gran peso de encima.

La niñera miró a su alrededor, sin soltar a la niña y con tranquilidad, le preguntó si esto lo estaba haciéndo ella.


Gina la miró.


La dejó en el piso, con su hermano mayor al lado y corrió al teléfono.
Eufórica, le contó a Adrienne lo que había pasado y ella, a su marido.

En menos de media hora, estuvieron en su casa, entraron corriendo y lo que encontraron, fue exactamente lo que la niñera había descripto.

Todo flotaba, incluídos los cince hermanos mayores, que reían y jugaban a los super héroes, mientras la niñera alentaba a Gina.

Adrienne preguntó a los gritos qué estaba pasando y la fiesta terminó.

Las cosas volvieron a su lugar y los chicos calleron desplomados al piso.

La niñera corrió a socorrer a Adrienne, que parecía estar a punto de tener una crisis nerviosa y ella se lo agradeció.

Vincenzo caminó derecho hacia Gina, como si lo demás a su alrededor no existiera.

De nuevo, sintió eso que había sentido en la sala de partos. Pero esta vez, Gina no le transmitía pureza y quietud.

Lo que sentía era odio y vergüenza.

Vergüenza por esconder a una hija fallada, autista, con problemas de la vista y del habla.
Vergüenza porque la princesa que siempre quiso, jamás existió. El mundo que había creado, se desplomó por completo, y a pesar de que la niña era dueña de una belleza rauda y única, era sólo un espejismo de lo que alguna vez soñó.

Eso que tenía enfrente era el demonio. Una vil treta del destino. Algo que había sido puesto en su camino para traele penurias, horas de sollozos inconsolables, golpes a las paredes, sudor y lágrimas.

Era una burla. Imaginaba a los demonios riéndose de uno de los hombres más poderosos sobre la tierra, mientras veía cómo debajo de ese envoltorio angelical, surgía una masa amorfa de dolor, que jamás podría ser moldeada. Que jamás podría hablarle. Que ni siquiera podría mirarlo a los ojos y decirle "papá".

Jamás lo reconocería.

La abrazó, y lloró contra el pecho de la niña, mientras ella miraba a su alrededor sin comprender.

Todos enmudecieron.

El mundo enmudeció. Y los demonios reían a carcajadas en la cabeza de Vincenzo.


Todo el dinero gastado en cubrir la vergüenza de una niña con discapacidad mental. Para el mundo, ella había dejado de existir hacía cinco años.

Y al recordarlo, Vincenzo abrió los ojos.

La luz que tenía desapareció.

Se puso de pie, muy tranquilo, como si jamás hubiera derramado una lágrima.

-Estás despedida- Sonó su voz en tono gutural,dándole la espalda a la niñera - Agradecemos de todo corazón tus servicios y no dudaremos en recomendarte. Tu paga te llegará en mano a fin de mes como si lo hubieras trabajado entero. Adiós.


Ordenó a sus hijos ir arriba y llevar a Gina con ellos. Que jueguen.

La niñera abrazó desconsolada a Adrienne, que no podía creer que jamás volvería a verla. Ambas lloraron y se dieron aliento.

La niñera empacó y se fue sin hacer ninguna pregunta.



Esa noche hubo tormenta. Gina amaba las tormentas, por eso, decidieron accionar cuando ella ya estuviera dormida.

A las dos y media de la madrugada, dos hombres con las caras cubiertas entraron a la habitación de la niña, que se había dormido apoyada en la ventana.

Se tomaron su tiempo y la llevaron afuera, donde un auto negro esperaba, junto con un conductor identico a los dos que fueron a buscarla.

Gina se despertó a mitad del camino, y se quedó dura como piedra.

El viaje fue largo y zigzagueante. Casi premeditadamente.


Al rato, el auto se detuvo. Uno de los hombres salió, levantó a la niña de una manera muy profesional, como todo un padre, y tomó un paquete que había estado viajando junto a Gina.

Rápida pero no por eso brúscamente, dejó a la niña parada bajo la tormenta, junto con el paquete en el suelo.

La puerta del auto sonó. Las ruedas chillaron y el auto desapareció entre la lluvia y la niebla.


Y Gina quedó sola. Alumbrada por luces frías bajo la tormenta.

Con la mirada perdida y totalmente paralizada. Porque mamá dijo que cuando se perdiera, tenía que quedarse en un mismo lugar, porque así ella podría encontrarla.

Pero mamá no apareció.

Tampoco apareció la niñera.

Esto no era el parque. Y ese alambre de púas no era un juego.

La pequeña figura de la niña, casi espectral mientras estaba envuelta en su blanco camisón, entre la niebla, el frío y los baldazos de lluvia que la azotaban, parecía inmutable.

La desesperación en sus ojos y sus labios tamblorosos, contagiaron a todo su cuerpo.

Empezó a temblar frenéticamente, pero no dio ni un paso.

Se asustó y e incluso dio un pequeño salto cuando escuchó que la reja se abría.

Dos ojos luminosos en la oscuridad se prendieron y ella cerró los puños.

-¡No, para! ¡Hay una niña en la salida!- Una voz masculina gritó y se bajó del capiloto de la ambulancia.

Un hombre gordo y de blanco corrió lo que sus piernas le permitieron, para llegar a la temblorosa niña, y sin dudarlo, la alzó, tomó el paquete y la entró donde estuviera a salvo de la lluvia.


Gina estaba en un hospital mental, asistida por las enfermeras que no pudieron resistir a su instinto maternal.


A las seis y media de la mañana, la niña dormía en brazos de una enfermera, mientras las otras comentaban por qué alguien abandonaría a un niño, pero se vieron interrumpidas por el enfermero gordo de antes.

-Se llama Gina. Es autista, huérfana, no sabe hablar y tiene problemas de vista. El monstruo que la dejó en la puerta no merece ser llamado padre.


Gina, se hizo la dormida.