
Las flechas casi la peinaban. Las sentía chillar a través del aire con eufórica ira.
Pero seguía corriendo. Casi comparable a una gacela.
Era inaudita la velocidad y agilidad de esa robusta mujer, que, no sólo cargaba con su peso, sino también el de una criatura de tan sólo tres meses de vida.
Escuchaba el galope; podía sentirlo retumbando en su cabeza.
Los árboles estaban de su lado. Poco a poco se fueron cerrando; hacían de su huida cada vez más laberíntica.
El galope poco a poco fue cesando. Pero ella no paró de correr.
Esos cristianos no se dejaban detener por un par de árboles. Conocía sus procedimientos y este, era sólo el principio de su pesadilla.
El bebé no lloraba. Tampoco dormía. Sino que miraba fijamente a su madre, con la conciencia y vividéz de un jóven maduro, que a través de sus ojos le decía "Todavía se puede, no pares de correr".
Los dos huían.
Huían del encierro; la esclavización y la muerte. Física y espiritual.
Ella vivió su vida ligada a la naturaleza y sus emociones.
Estos hombres de túnicas blancas querían castrar a su hijo de todo sentimiento humano; obligarlo a creer en un superior y arrastrarlo lentamente a una muerte en vida.
Y para eso, era necesario estirpar todo rastro de humanidad del niño.
¿Como lograr eso?
Fácil, matando a la madre. El ejemplo de vida.
Para después inculcarle la palabra de dios al crío y que ésta sea mas fácil de meter y procesar para la mente inmadura.
Ella ya conocía esos procedimientos.
Los cristianos, como demonios que eran, sabían que las mentes débiles y solitarias necesitan apoyo.
Pero esa no era la vida que quería para su hijo.
Así que siguió corriendo.
Ya ni siquiera sentía su respiración y sus piernas se movían por inercia, pero seguía corriendo.
La oscuridad los protegía con su manto y un árbol brindó cobijo bajo sus raíces.
La mujer besó a su hijo en la frente. Y él, con sus tiernas manecitas, tomó las mejillas de su madre.
Los dos sabían que era el momento de la despedida.
La madurez del niño era impecable. No pronunció ningún sonido, ni siquiera cuando su madre lo acurrucó en la cuna del árbol.
Y sus ojos oscuros, clavados en los celestes y ya débiles ojos de su progenitora, destilaban una oscura sabiduría y quizás, hasta frialdad.
El silencio del niño fue el disparo de largada de la madre.
Sus curtidos pies y fibrosas piernas quemaron el suelo del bosque. La velocidad de esa mujer era implacable.
Los cristianos recorrian el oscuro y frondoso bosque, totalmente perdidos, temerosos de que algo les apareciera por cada sombra.
Espantados con las historias de los trolls, se estremecían con cada crujir de las ramas a sus pies.
El único crujir que los despertó de ese temor, fue el que sonó contra el cráneo de uno de los cinco cristianos.
La salvaje mujer atacó a uno de ellos con una rama, dejándolo convulcionando sobre la tierra mojada por su sangre.
Remató al caído y se avalanzó sobre los restantes.
El golpe que le pegó al segundo fue tal, que tres de sus dientes se desprendieron como uvas de un racimo; lo dejó ciego de un ojo y tirado en el suelo.
El tercero, vio su cabeza abierta, al estrellar ella la rama contra su mandíbula, abriéndosela a tal punto extremo y golpeándolo contra el suelo, que murió en el acto.
Cuando iba a atacar al cuarto, sus ojos enagenados lo buscaron como fiera hambrienta a su presa.
Pero lo único que encontró, fue una flecha. Clavada en su estómago.
La sacó enfurecida junto con un grito de locura; el maldito cristiano estaba escondido como rata, disparándole como a un animal.
Su grito estremeció todo lo vivo en el bosque y con un pisotón, terminó de matar al que quedó ciego de un ojo.
Una flecha se clavó en su espalda.
La sacó junto con otro grito. Esa mujer era una bestia.
Su ira era comparable a la de una osa tratando de defender a su cría. Y no era difícil imaginarla.
Su cuerpo fornido era dos veces el de los cristianos y su fuerza bruta desencadenada por el miedo, era mortífera.
Otra, otra y otra flecha más, se clavaron en su cuerpo. Pero no las quitó.
Corrió contra el punto cero de esas flechas y embistió al cristiano.
Una lucha cuerpo a cuerpo se desató. La mujer lo golpeaba en la cara con sus fuertes puños y el atacado, lo unico que lograba hacer, era darle rajuñones y arrancarle mechones de su pelo rubio ceniza.
Golpe tras golpe, el cristiano perdió su identidad y junto con ella, la conciencia.
La mujer, exhausta y con sus brazos teñidos de rojo y tierra, agachó su cabeza para respirar y finalmente encontrarse con una daga hundiéndole su ojo izquierdo.
Su grito resonó por cada rincon del bosque y hasta en los pueblos cercanos, las personas despertaron perturbadas de su sueño.
El maldito cristiano la arrastró como bolsa de abono hasta el pueblo, donde fue procesada bajo las leyes cristianas, convirtiéndola así, en una de las primeras víctimas de la temida y renombrada hoguera.
Y el niño, sobrevivió. Junto con sus ojos, portadores de ira, locura y venganza, contra todo aquello que se autodenomine santo.
Él estuvo conciente de todo siempre.