miércoles, 2 de marzo de 2011

Dándo su último suspiro, se dejó llevar por una antigua fuerza.
El cielo oscuro lo alentaba a seguir avanzando, como cuando una madre enseña a caminar a su hijo. A acercarse simbólica y físicamente al amor y la seguridad.

Esa misma confianza tenía él con el océano y el océano con él.

Sentía como si todos los días de su vida hubieran servido para pavimentar el camino hasta este momento.
Se arrepentía de no haber hecho esto antes.

De repente sintió que no tenía madre. No tenía amigos. No tenía humanidad.

Fue uno con las aguas que lo vieron nacer mil kilómetros tierra adentro. Tan lejos pero tan cerca.

Veía fotos de las criaturas que habitaban sus playas y sus profundidades sintiéndo esa sensación de déjà vu que tan incómodo lo ponía y lo obligaba a cerrar el libro.

Dieciocho veranos cumplidos fueron suficientes para abandonar su nido y dejarse llevar por la corriente que desde su nacimiento intentaba arrastrarlo.

Abrirle los ojos. Hacerlo saber.

Que sepa que su madre fue sólo un canal para que él exista. Pero ella no lo sabía.


No era un suicidio. Era un reencuentro.


Sus dedos y manos ya no existían; sus pies se disolvieron; su fino cabello negro se desprendió; su voz fue canto de ballenas; su risa, el rocío de las olas y sus ojos, abiertos contra la fuerza de las olas.
Su pecho se desintegró mientras sentía cómo el agua lo atravezaba y se veía desaparecer como un espíritu.

Las aguas lo abrazaron y ya no sintió otra cosa que las caricias de las rocas bajo él, el cosquilleo de las blancas arenas.

Hechó un vistazo hacia abajo y vio a las criaturas de las penumbras que tanto lo aterraban antes. Vio barcos destruídos por sus caprichos. Corales, caracoles, esponjas, peces diminutos. Crustáceos, pulpos y calamares.
Náufragos. Cuerpos muertos flotando en sobre su cabeza. Petróleo, basura, desperdicios, animales muertos, playas contaminadas. Mujeres hermosas. Surfistas y tiburones. Profundidades y misterio. Monstruos.


Ahora él era uno con las aguas y todo lo que la habitara.


Ya nada lo alteraba. Su paz era infinita como su fondo para un simple humano. Y sólo con su voluntad, refrescó una playa; acarició por primera vez los pies de un bebé; destruyó pueblos y familias; le arrancó una parte a un descomunal glaciar; le dio la ola perfecta a un surfista; la mejor fotografía a un artista; el mejor pique a un pescador y una marea propicia a un navegante. Todo al mismo tiempo. Y sólo con su voluntad.


Ahora él era uno con las aguas.